Bienvenidos y bienvenidas......

Solo soy una principiante en este mundillo de color y vida,donde yo,gracias a tí, me libero como niña, adolescente y mujer. Sí, eres tú, sí mi querida, la más preciada, aquella que me ayuda en mis más profundos oscuros recuerdos. Sí esa eres tú, la escritura. Aquella, que nos ayuda a desaparecer de estos tiempos remotos, de los más insignificantes problemas, de los más míseros oscuros susurros, de aquellos endemoniados demonios que te absorven como como si fuera una simple mancha en un lado de la alfombra. Gracias, si te las doy porque gracias a ti, yo, he podido expresarme.
Hola, a todos, soy principiante en esto, espero y quiero ofrecerles pequeños fragmentos e historias donde poder olvidar todos sus problemas.Intentaré también ofrecerles libros publicados de manera online, ya que considero que todo el mundo tiene derecho a leer y disfrutar.

viernes, 15 de abril de 2011

Entre luz y tinieblas Capítulo 1 (primera parte)



Uno


Alguien me estaba observando, es una sensación perturba­dora cuando estás muerto. Estaba con mi profesor, el se­ñor Brown. Como de costumbre, nos encontrábamos en el aula, esa caja segura con paredes de madera, las ventanas abiertas al campo cubierto de hierba al oeste, la bandera descolorida en el rincón cubierto de polvo de tiza, la televisión que se elevaba por encima del tablón de anuncios como un ojo cerrado, y la ma­jestuosa mesa del señor Brown que vigilaba un regimiento de pu­pitres de alumnos. En ese momento estaba garabateando comentarios invisibles en los márgenes de un papel abandonado en la bandeja del señor Brown, aunque los estudiantes nunca leían mis palabras. No obstante, en ocasiones el señor Brown me citaba al escribir sus comentarios. Tal vez no pudiera hacerle cosquillas en la oreja, pero sí alcanzar las misteriosas curvas de su mente.
Pese a no sentir el papel entre los dedos, ni oler la tinta ni sa­borear la punta de un lápiz, veía y oía el mundo con la misma cla­ridad que los Vivos. Ellos, en cambio, no me veían como una som­bra o un vapor flotante. Para los Vivos, era aire vacío.
O eso pensaba. Mientras una chica apática leía en voz alta Nicholas Nickleby, el señor Brown fantaseaba sobre cómo había mantenido despierta a su mujer la noche anterior y mi bolígrafo espectral se cernía sobre una palabra mal escrita, sentí que alguien me observaba. Ni siquiera mi querido señor Brown podía verme con sus propios ojos. Llevaba tanto tiempo muerta, suspendida junto a mis anfitriones, viendo y oyendo el mundo pero sin que nadie me oyera jamás ni me vieran nunca ojos humanos durante todos esos años... me quedé helada y sentí que la sala me envol­vía como una mano que se cerrara. Cuando levanté la vista, no lo hice atemorizada sino sorprendida. Mi visión se redujo hasta que sólo quedó un agujerito en la oscuridad a través del cual observar. Y ahí lo vi, con el rostro vuelto hacia mí.
Como un niño que jugara al escondite, no me moví, por si aca­so me había equivocado al pensar que me habían descubierto. Mi reacción infantil fue a la vez desear permanecer oculta y estreme­cerme ante la perspectiva de ser atrapada. Aquel rostro, orientado justo hacia mí, tenía los ojos clavados directamente en los míos.
Yo estaba de pie frente a la pizarra. «Debe de ser eso —pen­sé—. Está leyendo algo que el señor Brown ha escrito... el capí­tulo que debe estudiar en casa esta noche o la fecha de la próxi­ma prueba.»
Los ojos pertenecían a un chico joven muy común, como la mayoría de los del colegio. Dado que aquel grupo de alumnos es­taba en primero de bachillerato, no podía tener más de diecisiete años. Lo había visto antes y ni me había fijado en él. Siempre es­taba ausente, pálido y aburrido. Si alguien fuera capaz de verme con sus ojos, no sería ese tipo de chico, un tipo corriente sin sangre en las venas. Para verme de verdad había que ser extraordinario. Me moví despacio y crucé por detrás de la silla del señor Brown para colocarme en el rincón de la clase junto a la bandera. Aquellos ojos no me siguieron. Los párpados pestañearon despacio.
Sin embargo, al cabo de un instante los ojos volvieron a cla­varse en mí, y me causó una fuerte impresión. Solté un grito y la bandera se revolvió por detrás de mí. No obstante, la cara del chi­co seguía impertérrita, y al cabo de un segundo estaba mirando de nuevo la pizarra. Tenía el rostro tan impasible que pensé que eran imaginaciones mías, que había mirado al rincón porque yo había movido un poco la bandera.
Ocurría a menudo. Si me movía demasiado rápido y muy cer­ca de un objeto, éste podía temblar o balancearse, pero no mucho, y nunca cuando yo quería. Cuando eres Luz, lo que hace temblar a una flor no es la brisa que provocas al pasar rápido junto a ella, ni el roce de la falda lo que provoca que un paño se agite. Cuan­do eres Luz, sólo tus sentimientos pueden emitir una onda tangi­ble al mundo. Un instante de desengaño cuando tu anfitrión cie­rra la novela que está leyendo demasiado pronto puede removerle el pelo y hacer que vaya a comprobar en la ventana si hay co­rriente de aire. Un suspiro nostálgico ante la belleza de una rosa que no puedes oler puede ahuyentar a una abeja. O una risa si­lenciosa por una palabra incorrecta puede hacer que a un alum­no le pique el brazo debido por un inexplicable escalofrío.
Sonó el timbre y todos los estudiantes, incluido el joven páli­do, cerraron los libros de un golpe y se levantaron, provocando un chirrido de patas de silla, y se dirigieron cansados hacia la puerta. El señor Brown regresó en seguida de su sueño de cama.
Mañana traeré una cinta de video —anunció—. Y no os que­déis dormidos mientras la veis, o haré que la interpretéis vosotros. —Dos o tres alumnos contestaron con un gruñido a la amenaza, pero la mayoría ya se había ido, si no física sí mentalmente.
Así empezó todo. Cuando eres Luz, el día y la noche pierden importancia. No se necesita la noche para descansar, es sólo una molesta oscuridad durante varias horas, pero la sucesión de días y noches es el modo en que los Vivos miden sus viajes. Esta es la historia de mi viaje de regreso a los Vivos. Iba a ser carne de nue­vo durante seis días.

* * *

Me quedé avergonzada cerca del señor Brown durante el res­to del día. Cuando eres fiel a un anfitrión, no hace falta seguir a esa persona de habitación en habitación. Nunca seguiría a un an­fitrión masculino hasta el lavabo, por ejemplo, o a la cama con­yugal, fuera hombre o mujer. Aprendí a sobrevivir desde el prin­cipio. Desde el instante en que encontré a mi primer anfitrión, he respetado las normas que mantenían mi castigo al margen.
Tenía un recuerdo claro de todas mis rondas fantasmales, pero sólo quedaban algunas imágenes de la época anterior a convertirme en Luz. Recordaba la cabeza de un hombre sobre la almohada, a mi lado. Tenía el pelo rubio y, al abrir los ojos, no me mira­ba a mí, sino hacia la ventana, donde el viento hacía vibrar el cris­tal. Una cara bonita que no proporcionaba ningún consuelo. Recordaba captar una mirada de mis propios ojos en el reflejo de la ventana mientras veía que aquel hombre se marchaba en un ca­ballo negro por la entrada de la granja, en el horizonte espeso por las nubes. También me acordaba de haber visto un par de ojos atemorizados mirándome, llorosos. Recordaba mi nombre, mi edad, que era una mujer, pero la muerte había engullido el resto.
El dolor, una vez muerta, lo recordaba muy bien. Yo estaba en lo más profundo del vientre frío y asfixiante de una tumba cuando empezó mi primer deambular. Oí su voz en la oscuridad que leía a Keats, Oda a un ruiseñor. El agua helada me quemaba en la garganta, me escindía las costillas, y un sonido como de aullido demoníaco inundaba mis oídos, pero oí su voz y tendí la mano ha­cia ella. Una mano desesperada emergió del diluvio y agarró el do­bladillo de su vestido. Salí a rastras de la tierra, apoyándome en las manos, y temblé a sus pies, me agarré a su falda y lloré lágrimas embarradas. Sólo sabía que la oscuridad había sido una tortura, y que había logrado escapar. Tal vez no había alcanzado la claridad del cielo, pero por lo menos estaba ahí, bajo su luz, a salvo.
Tardé mucho en percatarme de que no estaba leyendo para mí, y que sus zapatos tampoco estaban manchados de lodo. La abracé, pero mis brazos no arrugaron los pliegues de su vestido. Lloré a sus pies como una infeliz a punto de ser apedreada que besara el dobladillo de la prenda de Jesucristo, pero ella no me veía, no oía mis sollozos. La miré: tenía el rostro frágil, pálido pero rosado en las mejillas y en la nariz como si siempre fuera in­vierno a su alrededor. Tenía el pelo canoso y lacio recogido en un moño, y los ojos de un verde intenso, astutos como los de un gato. Era sólida y cálida, con el pulso rápido. Llevaba un vestido negro con los botones mal abrochados, y tenía los codos delgados. Unas diminutas manchas de tinta salpicaban el chal de color mante­quilla, y la tapa del librito que tenía entre las manos estaba grabada con la figura de un venado que corría. Todo era real y lleno de detalles, pero yo era una sombra, ligera como la bruma, muda como el papel de pared.
Por favor, ayúdame —le supliqué. Pero, sin poder oírme, pasó la página.
«¡Oh, pájaro inmortal, no has nacido para la muerte!» —Cuando leyó en voz alta aquellas palabras conocidas, supe qué era yo. Me quedé a su lado durante horas, temerosa de que si apartaba la vista de ella o intentaba recordar con demasiado empeño cómo acabé en el infierno, me devolverían de nuevo allí.
Tras una veintena de páginas, mi anfitriona cerró el libro. A mí me horrorizaba la idea de que apagara la luz al acostarse, y ese pánico hizo que me abalanzara de nuevo sobre ella. Coloqué la cabeza en su regazo como una niña acongojada, se le cayó el libro de las manos y me atravesó hasta el suelo. Me asustó aquella mí­nima sensación indolora. Mi anfitriona se inclinó para recuperar el libro de poemas y, cuando su cuerpo me atravesó, sentí que me desmoronaba y luego volvía a emerger como si estuviera en un columpio infantil. Ella adoptó una expresión de lo más peculiar. Colocó el volumen con cuidado bajo la lámpara del escritorio y cogió una pluma y papel. Sumergió la pluma en la tinta y empe­zó a escribir:

Un pretendiente inclinado sobre una rodilla.
La Muerte me pidió la mano

Por las manchas negras de las yemas de los dedos deduje que lo más probable era que no fueran los primeros versos que escri­bía en su vida. No sabía si yo la había inspirado, pero recé para que así fuera. Tal vez si podía hacer una mínima buena acción me concederían la entrada al cielo. Sólo sabía que aquella santa era mi salvación del dolor y que sería suya hasta el día de su muerte. Y así la llamé, mi Santa. Tenía el porte de una reina y la amabili­dad de un ángel.
Yo estaba confinada a su mundo, pero no era igual que ella. Podía fantasear con que éramos hermanas o amigas íntimas, pero yo seguía siendo su fantasma de visita. Era una prisionera de permiso del calabozo, no sabía nada del crimen que había cometido ni la duración de mi sentencia, pero sí que haría todo lo posible por evitar ser torturada. Sola en el aire violáceo de su jardín ru­ral, me deslicé a su alrededor mientras ella escribía cientos de poemas, al tiempo que el pelo y los ojos se le volvían blancos poco a poco. 
Una tarde, tras haber recorrido con ella la carretera que iba hacia el bosque y el camino de vuelta, nos paramos a observar a una mosca que luchaba en una telaraña mientras una araña espe­raba en una hoja, expectante. Sentía que mi Santa estaba conci­biendo un poema sobre la posibilidad de perdón por parte de la araña, pero lo que no advertí era que ella había dejado de obser­varlas y se había marchado hacia casa, y ya estaba sumergiendo la pluma en la tinta antes de que yo me diera la vuelta y descubrie­ra que no estaba.
Al principio pensé que debía de ir sólo unos metros por de­lante de mí, oculta entre los setos en la curva de la carretera. Eché a correr hacia nuestra casa, pero era demasiado tarde. Regresó el viejo dolor, primero en los pies, como zapatillas de hielo, luego subió por las piernas y me obligó a ir reduciendo el ritmo hasta arrastrarme. Aún veía la carretera delante de mí, pero cuando me caí de frente oí un chapoteo y unas varas frías se me introdujeron en los brazos y en el corazón. La llamé hasta que se me llenó la boca de agua. La tarde se había vuelto tan negra como mi tumba, me encontraba de nuevo en el infierno que había conocido antes de encontrarla. Intenté hacer lo mismo que la primera vez que oí su voz: extendí los brazos, busqué a tientas su falda, pero sólo sen­tí tablas de madera húmeda. Arañándolas, noté una esquina y lue­go una repisa plana, después otra. Me apoyé en las tablas y me le­vanté. Esta vez, al estirar el brazo, sentí un zapato. La oscuridad dio paso a la luz cálida. Levanté la mirada y vi a mi Santa de pie en los escalones de madera de su despensa, con una pluma en una mano y un poema a medio escribir en la otra. Miró al jardín en la penumbra como si hubiera oído a un intruso en sus rosales. Yo estaba estiraba en los escalones, con una mano agarrada a su za­pato, dando gracias a Dios por dejarme volver con ella. Después de aquello siempre tuve mucho cuidado de permanecer cerca de mis anfitriones.
El último día de mi Santa, esperaba con tal fervor que me lle­vara con ella al cielo que me acosté en la cama a su lado y escu­ché su respiración. No tenía enfermera, ni ama de llaves. Estába­mos en la más absoluta soledad. No comprendí hasta qué punto iba a echarla de menos hasta que se quedó inmóvil como una es­tatua bajo mi cabeza. Mi Santa. Mi única voz en el aire, que can­taba o probaba la métrica de un verso en voz alta, mi única com­pañera en los paseos otoñales, la que pasaba las páginas junto a la chimenea. Rogué a Dios que me dejara ir con ella.
Yo no recordaba mi pecado de mi vida anterior, lo que había hecho antes de mi muerte que me había impedido la entrada en el cielo, pero rezaba para que Dios me dejara compensar mi deu­da junto a mi Santa. «Recuerda cómo he intentado consolarla cuando se sentía sola —rogaba—, y cómo la inspiraba cuando su pluma empezaba a escribir un verso tras otro».
Sin embargo, Dios ni contestó a mi plegaria ni dio explicacio­nes. Ni siquiera hubo un instante en que sus ojos verdes se posaran en mí a modo de reconocimiento. Mi amiga, mi Santa, se había ido, sin más. Aquel frío conocido empezó a tirarme de los pies, subía abrasándome las piernas, introduciendo hielo en mi interior. Me rescataron los insistentes golpes en la puerta de abajo. Me deslicé por el aire, a través del suelo del dormitorio, el techo del recibidor, la puerta de madera y, desesperada porque no me arrojaran a la oscuridad de nuevo, abracé el cuerpo que estaba ahí de pie. Un joven que llevaba un año manteniendo correspondencia con ella, elogian­do sus versos, había escogido aquel día para hacerle una primera visita. Sujetaba un ramo de violetas en una mano y miraba decepcio­nado hacia las ventanas con cortinas. Cerré los ojos, presioné la cara contra su mano y le rogué a Dios que me dejara tenerle.
Al final el sonido de cascos de caballos ahogó mis oraciones. Me vi sentada en la seguridad de su carruaje, a los pies de mi nue­vo anfitrión junto a las violetas que él había desechado.
Y así volví a nacer gracias a un salvador que no era conscien­te, le llamé mi Caballero porque había acudido en mi ayuda cuando estaba sufriendo. Era escritor, viudo y sin hijos. Escribía historias de caballeros y princesas, monstruos y hechizos, relatos que habría contado a sus seres queridos a la hora de dormir, pero sus editores sólo publicaban sus libros sobre las Sagradas Escritu­ras, no esas historias encantadas. Eso lo enfurecía y hacía que ca­minara con rigidez, como si nunca pudiera quitarse la armadura. Intenté ser amiga suya, y creo que suavicé sus palabras más de una vez para que sus libros fueran aceptados y siguiera llevando el pan a la mesa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario